viernes, 13 de febrero de 2009

Subo en el bus y me siento. Obviamente, estoy cansado. Una parada después, una marea de gente llena el autobús en apenas un minuto. Empujan y gritan, no controlan su voz. Estrés. Y menos mal que voy sentado. Se cierran las puertas y el bus sigue su marcha. Giro la cabeza y veo una señora, de unos 60 años, en pie a mi lado. En medio de un "oouh!" me quito un auricular y cedo con palabras mi sitio a la señora. Me dice que no, que bajo enseguida chico... Además, tú estarás cansado, que vienes de estudiar... A partir de ahí, un torbellino de palabras sin apenas descanso, repasando la vida estudiantil de sus hijos de pe a pa, de arriba a abajo y de izquierda a derecha. Mostrándome su orgullo por su hija médico, y su decepción por su hijo camionero: Él me dice que con este trabajo es feliz, pero mira... Yo estoy decepcionada. Llega mi parada, señora me bajo en esta, que vaya muy bien. Al fin, me bajo asustado a la par que exhausto, y me vuelvo a poner el auricular. Se acabaron los "oouh!", ahora llegan los "lo lo lo lo" y el recuerdo de un día digno de admirar.



viernes, 6 de febrero de 2009

Vuelvo a casa desde el Tram, escuchando mi querida y apreciada música. A cada canción que pasa mi emoción aumenta. Llega Copenhage y esta emoción de la que hablaba llega a su máximo esplendor. Me dejo llevar, y empiezo a cantar. Al principio tímidamente y sin mediar sonido, pero a medida que llueve en el canal mi emoción sube a ritmos desorbitados. Al cruzarme con una señora, y después de una mirada incómoda, despierto en otro tiempo y en otra ciudad. Se acaba la canción, y llego a casa. Esto de dejarse llevar, hay que hacerlo más a menudo.



jueves, 5 de febrero de 2009

Me termino el café cuando miro hacia mi libro: "Estilo y métrica del Renacimiento". Me aburre. Levanto la vista, como no, para observar. Justo en la mesa de enfrente dos señoras discuten sobre el futuro del hijo de una de ellas. La conversación promete, pero traslado mi atención hacia la izquierda. Un chico, de unos 25 años, entrevista a otro un poco más mayor que él. En su mano, sostiene una grabadora. Pongo un poco la oreja. Fútbol. Suficiente razón para centrar mi atención al otro lado de la cafetería, donde una madre y su hijo francés, ríen al caerse el zumo del pequeño. Otra madre le habría echado bronca, pero esta se limitó a reír y a hacer broma con él. Me levanto, cojo mis cosas y pago. Al salir, pienso y me doy cuenta que lo que hacía no era observar, sino cotillear. Sí, soy un cotilla. Otra "enfermedad" que tengo que intentar curar. Pero sin presión ni estrés. Paso a paso, poquito a poco.


martes, 3 de febrero de 2009

Siempre que puedo observo. Me gusta observar. Me fascina.
Observo a la gente. Su manera de andar, de gesticular, de actuar, de hablar. Intentar saber en que piensan, a donde van. ¿Es o no es fascinante?. Pero no solo observo personas. Observo los edificios, las tiendas, los árboles, las carreteras. Y en especial, las vallas publicitarias, son mi debilidad. Me encantan. Me fijo en la forma y en el contenido, en el producto y en el eslógan, en los colores y los tamaños. Hasta el más mínimo detalle. Incluso en la letra pequeña, donde suele poner "Promoción válida en Península y Baleares" ¡Pobres Canarias!
Sí, me gusta observar. Si fuera una enfermedad yo sería un caso en estado avanzado. Pero tranquila, me curaré. Y cuando lo haga, solo me permitiré el lujo de observarte.